julio 29, 2012

Antivacunas, víctimas convertidas en victimarios

A raíz de la reciente entrada de este blog sobre El precio de no vacunar, emprendió un debate conmigo en Twitter @alvaropenaloza que es al parecer un chileno militante de la creencia de que las vacunas causan autismo por contener timerosal, un conservante que es un compuesto de mercurio, de donde pretenden concluir que el timerosal causa envenenamiento por mercurio y éste es la verdadera causa del autismo.

Vacuna contra la viruela, el arma que erradicó
a una de las más terribles enfermedades que ha
sufrido la humanidad en su historia
(Foto D.P. de los CDC, vía Wikimedia Commons)
Este mito fue inventado por un psicólogo, Bernard Rimland, quien tuvo un hijo autista. Sin realizar ningún estudio fisiológico, bioquímico o epidemiológico, en la década de 1950 Rimland especuló que el autismo era un problema neurológico (cuando se creía que era provocado por causas psicológicas) y que lo provocaban las vacunas. En lo primero estaba en lo cierto, en lo segundo no, en ambos casos de modo totalmente aleatorio o casual. Su legado en dos grandes organizaciones de padres de niños autistas sigue vivo y aterrorizando a gente que piensa que vacunar a sus hijos es más peligroso que no vacunarlos. Aunque todos los datos digan lo contrario.

julio 25, 2012

Superstición


Imagen: fragmento de "El hombre desesperado", autorretrato de Gustave Courbet.
Diseño, El retorno de los charlatanes, liberado en Creative Commons, sin uso comercial,
con atribución, sin modificaciones.
El mundo de lo alternativo y lo paranormal, aliado a lo contracultural y el relativismo posmoderno es el mundo del miedo: a los transgénicos, al mal de ojo, a las vacunas, a los extraterrestres, a los médicos, a los teléfonos móviles, a la leche, a los conservantes, a los pesticidas, a la desalineación de los chakras, a los antibióticos, a los illuminati, a los judíos, a las "toxinas", a los homosexuales, al fin del mundo, a los masones, a los musulmanes, a los espíritus, a comer carne, a las mujeres libres, al pensamiento, a la crítica, al agua, a los hechos, a los medicamentos, al wifi, al tendido eléctrico, al "desequilibrio energético"...

El temor razonado, basado en hechos, datos y evidencias es otra cosa. El temor nos permite enfrentar los problemas y solucionarlos. El miedo irracional de la superstición nos paraliza y nos pone en manos de quienes lo promueven.

El precio de no vacunar

Muertes por año según datos de 2002 de la Organización Mundial de Salud:
607.202 Sarampión
351.668 Envenenamiento accidental
293.750 Tos ferina
264.907 Leucemia
213.619 Tétanos
71.435 Cáncer uterino
66.002 Cáncer de la piel (melanoma)

Uno pensaría que si las enfermedades prevenibles mediante vacunación como el sarampión, la tos ferina, o el tétanos provocan más muertes al año que el cáncer de útero o el cáncer de la piel, nadie se opondría a que se evitaran esas muertes.

Mujer italiana
con viruela.
(Foto D.P.  CDC/ Carl Flint,
vía Wikimedia Commons)
Uno pensaría que la sola erradicación absoluta de la viruela sería un argumento lo bastante contundente sobre los beneficios de la vacunación.

La viruela mató, sólo en el siglo XX (hasta 1977, fecha de su erradicación) a entre 300 y 500 millones de personas. Más que todas las atroces guerras y acciones de exterminio organizadas por los seres humanos (campos de concentración, gulags, hambrunas ideológicas, revolución cultural, campos de la muerte en Camboya, etc.) en ese atroz siglo. El 80% de los niños contagiados morían.

La viruela era además la causante de alrededor de un tercio de todos los casos de ceguera en el mundo. Un esfuerzo mundial de vacunación la erradicó salvando unos dos millones de vidas al año.

Uno pensaría que la erradicación de la poliomielitis en los países opulentos sería un argumento irrebatible en favor de la vacunación.

julio 03, 2012

Yo lo vi, yo lo viví

Muchas personas creen que las cosas son indudablemente reales si han tenido una experiencia personal que valoran altamente (como lo comentábamos en la entrada con el título "A mí me funciona") o porque lo han atestiguado personalmente. Lo han "visto con sus propios ojos", y ello les basta para considerar que tienen un conocimiento indudable. Y si uno expresa dudas, la persona en cuestión es capaz de marcarse un berrinche como los que hace Maradonna y que suele terminar cuando dicha persona señala al incrédulo y le pregunta, ya sea en un duro tono de narcominorista o matón de Harlem, o bien en el tono dolorido de la víctima inocente atropellada por el destino y la malevolencia ajena: "¿Me estás llamando mentiroso?"

En realidad, una persona puede no estar diciendo la verdad sobre lo que vio sin necesidad de que sea mentiroso. Basta con que sea humano, disponga de un equipo sensorial humano y tenga un cerebro humano para interpretar su realidad. Con eso tiene todo lo necesario para meter la pata continuamente sin intención de mentir. Excepto en los casos en los que, claro, está mintiendo.

Así que, siguiendo con la evidencia anecdótica, después del "a mí me funciona", la más común es la de "yo lo vi". ¿Qué vio? Fantasmas, al monstruo del Lago Ness, a un extraterrestre o a varios, a sus naves, que algo se movía sin que nadie lo tocara, una luz sospechosa, un documento que cambiaría la historia, una máquina de movimiento perpetuo, un proceso de fusión fría, hadas y gnomos o, incluso, a los pitufos, frecuentes visitantes de este blog.

Sí, usted lo vió, pero no estaba allí

"Hasta no ver no creer", dice una consigna popularísima... y profundamente equivocada.

Creer por ver no es una buena estrategia porque nuestros sentidos y los mecanismos con los que contamos para procesar lo que nos informan nuestros sentidos son, en realidad, instrumentos sumamente defectuosos. Lo que perciben puede no ser fiel a la realidad y las decisiones tomadas con base en ellos pueden no ser fiables. Nuestros sentidos y el sistema nervioso con el que interpretamos lo que perciben, no evolucionaron para ser fiables, científicos, comprobables ni precisos, sino para ayudarnos a sobrevivir. Como todo sistema de prevención de desastres, nuestros sentidos y nuestro cerebro prefieren fallar por el lado del exceso de cautela que por el del exceso de confianza. Si uno ve una sombra que se le abalanza encima en la noche, supone lo peor y actúa en consecuencia, porque es lo más útil para sobrevivir, porque cualquier movimiento entre las ramas podía ser un fiero depredador  y salir huyendo era mejor táctica que detenerse con ánimo suicida a investigar si el movimiento era, efectivamente, producido por un tigre de dientes de sable famélico y de malas o una simple liebre.

Mono verde en el parque de Amboseli
(Foto de Daryona GFDL o CC-BY-SA,
vía Wikimedia Commons)
Existe un ejemplo claro de este sistema evolutivo: los monos verdes (monos vervet o cercopitecos etíopes) son conocidos por sus llamadas de alarma ante los depredadores. Tienen "palabras" distintas para "depredador que viene del cielo" (algo así como "¡un águila, bajen todos del árbol!) y para "depredador de tierra" (que podría ser "¡leopardo, suban todos al árbol!"). Los bebés vervet suelen gritar "águila" cuando ven caer una hoja, pero al crecer aprenden a no temer a las hojas y a distinguir a las águilas.

No debemos confiar demasiado en nuestras percepciones, aunque admitirlo perjudique el altísimo concepto que solemos tener de nosotros mismos. Cuando creemos ver algo, debemos tener la capacidad de reconocer que es posible que nos engañemos o equivoquemos y que interpretemos mal lo que vemos, o bien que ni siquiera hayamos visto lo que creemos haber visto. Confiar en nuestros sentidos y actuar automáticamente tuvo, sin duda, un valor de supervivencia, pero no lo tiene siempre, y menos en los casos en los que debería entrar en escena la razón, la capacidad crítica y una sana desconfianza.

Todos hemos visto "con nuestros propios ojos" a un mago hacer desaparecer algún objeto, desde una moneda hasta la Estatua de la Libertad, o cortar a la mitad a su asistente (o a sí mismo), o volar, o desaparecer de un lugar para aparecer en otro. Sin embargo, como el mago ha sido honesto y se ha presentado como un ilusionista, sabemos que no debemos confiar en lo que vemos, sabemos que el hábil prestidigitador nos ha engañado utilizando precisamente las deficiencias de nuestros sentidos y, por supuesto, si vemos a alguien que cree que ha atestiguado un hecho sobrenatural le diremos que no es cierto sin implicar, claro, que esté mintiendo, sólo está equivocado.

Cuando fallan los sentidos

Las ilusiones ópticas nos permiten recordar que nuestra vista (como el resto de nuestros sentidos) no son precisamente la herramienta más fiable del universo. Un ejemplo:


¿Qué vemos?

Una serie de líneas que convergen y divergen, o que están dobladas, torcidas y quebradas.

Esta percepción la registró por primera vez el psicólogo británico Richard Langton Gregory, señalando que la había visto uno de sus colaboradores en una pared de un baño.

Sin embargo, independientemente de lo que nosotros vemos, las líneas son paralelas y los cuadros blancos y negros son todos del mismo tamaño.

Ante alguien que afirme que la percepción está equivocada y las líneas son paralelas, la primera reacción es considerar al crítico un ciego o un necio, que quizás no tiene "la mente abierta" a lo evidente, lo que cualquiera puede ver: las líneas son convergentes y divergentes, están dobladas y quebradas.

Pero, a riesgo de que la persona se moleste, lo razonable es hacer una prueba que determine de modo objetivo, independiente e incontrovertible quién tiene razón. En este caso, una prueba, por ejemplo, es simplemente traer un instrumento que sabemos que forma una línea recta, como una regla, por ejemplo, y aplicarla al dibujo en cuestión.


La implacable regla demuestra lo contrario de lo que percibieron nuestros sobrevalorados sentidos: la línea que parece quebrada y convergente a la superior es, en realidad, recta. Y lo son todas, formando un conjunto de líneas paralelas, lo que podemos demostrar también cambiando la luminosidad de las filas:


Las líneas son paralelas. No importa lo que usted haya visto.

Neil DeGrasse Tyson
(Foto CC de Napolean_70
http://flic.kr/p/52kCkU,
vía Wikimedia Commons)
El astrofísico Neil DeGrasse Tyson, divulgador científico, director del Planetario Hayden, futuro presentador de la segunda parte de la serie Cosmos, suele decir que es un error que llamemos "ilusiones ópticas" a este tipo de percepciones erradas. Él las llama "errores del cerebro", es decir, demostraciones clarísimas de que nuestros amados sentidos y nuestro sobrevaluado cerebro pueden ser engañados con bastante facilidad.

Saber lo que se ve

Cuando alguien dice que vio un fantasma, un yeti o una nave extraterrestre tiene un problema añadido: nadie sabe cómo serían los fantasmas, los yetis o las naves extraterrestres, si existieran. Las descripciones son tan variadas e incluso contradictorias que nos aportan poca información, y las creencias populares, los medios de comunicación, las tradiciones y la fantasía influyen para que alguien decida que lo que ha visto es eso y no otra cosa.

Lo que sí sabemos es que nuestros sentidos nos juegan malas pasadas. Creemos ver cosas que no están allí, nos equivocamos... y la única forma de saber si vimos lo que cremos haber visto es mediante otras pruebas, evidencias adicionales a las que otras personas puedan acceder de modo independiente.

Quienes proponen la existencia de maravillas asombrosas no sólo acuden con frecuencia a nada más que la evidencia anecótica, sino que pretenden que personas que no están especialmente entrenadas en la observación de ciertos fenómenos, pero que tienen una gran relevancia y respeto sociales, sean aceptados como testigos excepcionalmente buenos.

En la Edad Media la gente
creía "ver" brujas. Hoy
creen "ver" otras cosas.
(Imagen D.P. de Martin Le
France  (1410-1461),
vía Wikimedia Commons)
Entre estos testigos que se nos presentan con plus de credibilidad se incluyen con frecuencia policías, miembros de las fuerzas armadas, médicos y pilotos de aviones, ninguno de los cuales está especialmente capacitado para la observación de ciertos fenómenos. En el caso muy especial de los pilotos de aviación, los vendedores de maravillas demuestran su especial ignorancia sobre el trabajo de pilotaje. Mientras más compleja es la aeronave que comandan, los pilotos pasan menos y menos tiempo mirando por las ventanas. Su atención está –y debe estar– centrada en sus instrumentos de vuelo y ayudas para la navegación: altímetro, horizaonte artificial, indicador de la velocidad del aire, brújula magnética, giroscopio direccional, indicador de velocidad vertical, nivel de combustible, indicador de desviación del curso, indicador radiomagnético, VOR y L/MF (rutas aéreas por radio), ILS (ayuda para la aproximación y el aterrizaje) y otros. Y sus controles, claro: la columna de control, timón, alerones, acelerador, flaps. Además de los instrumentos que indican la presurización de la cabina, termómetro externo y muchísimos aspectos más.

O sea, a diferencia de lo que pueden pensar los "investigadores" de la parapsicología, la ufología y otras disciplinas confusas, difusas e imprecisas, los capitanes de aviación no pasan largas horas contemplando el cielo y aprendiendo a identificar las muchas cosas raras que hay allá arriba, incluidas cosas como las bandadas de pelícanos iluminadas por el sol del atardecer, que pueden parecer verdaderos escuadrones de naves plateadas, por poner sólo un ejemplo.

Por supuesto, lo mismo va para policías, soldados, miembros de grupos de rescate y médicos: ninguno de ellos está mejor entrenado que un ciudadano común y silvestre para diferenciar a un genuino bigfoot de un caballero con un traje de peluche, por poner sólo un ejemplo.

Pensemos en la diferencia con alguien que sí está entrenado para ver ciertos fenómenos, como los astrónomos, profesionales o aficionados, que pese a estar mirando al cielo todo el tiempo –o precisamente por esto– ven muchos menos ovnis que los no astrónomos, porque sí saben lo que pasa allá arriba, a diferencia de la gran mayoría de los testigos de "avistamientos de ovnis", que no suelen levantar la cabeza muy frecuentemente para mirar el firmamento.

Y si usted sigue creyendo que "ver es creer", recuerde la última vez que asistió a un espectáculo de magia. Por mucho que sus sentidos le dijeran que el mago partió a su asistente en tres pedazos y luego la hizo desaparecer, usted sabe, porque echa mano de su razón, que sus sentidos lo están despistando.

Y lo que perciben nuestros sentidos se empieza a alterar además inmediatamente después de haberlo percibido.

Me acuerdo perfectamente

El testimonio se ha considerado históricamente una prueba de enorme peso, lo que no deja de ser extraño cuando todos sabemos que nuestros sentidos nos engañan y nuestra memoria es poco fiable. Si con frecuencia no recordamos dónde pusimos las llaves (nuestras llaves, que nosotros voluntariamente colocamos en algún lugar que no podemos recordar) es un tanto arrogante pensar que podemos recordar con más precisión otros acontecimientos, especialmente si los percibimos en situaciones de tensión, angustia, miedo, estrés y alteraciones emocionales, como cuando somos víctimas de un robo, una agresión o un accidente violento, entre otros ejemplos..

Hacia marzo de 2009, sólo en Estados Unidos, unas 235 personas que cumplían penas de cárcel o esperaban la ejecución habían sido exoneradas por las pruebas de ADN, que contradecían a los testigos de atroces crímenes, como asesinatos y violaciones.

En el 75% de esos casos, la condena que sufrieron se basó de modo importante en una identificación incorrecta por parte de un testigo, con frecuencia una víctima.

Ciertamente, el testimonio intensamente emocional de una mujer que ha sufrido una ataque tan denigrante resulta en sí convincente, nos conmueve, evoca nuestra simpatía. Cuando señala a una persona y afirma con absoluta certeza quees quien la ha atacado, jueces y jurados consideran el tema zanjado. Y sin embargo, poco a poco hemos ido aprendiendo que las víctimas no recordaban con precisión al autor de su agresión y que por ello muchas personas han perdido años en la cárcel o, en países como Estados Unidos, han sido ejecutados.

Ni pensar lo que ha ocurrido en otros lugares del mundo, especialmente en aquéllos donde no existe la posibilidad de hacer identificaciones forenses (de ADN o de otro tipo, incluso de huellas digitales) y donde el testimonio de un mayor de 12 años puede bastar para que una mujer sea brutalmente lapidada o un sospechoso de homosexual expeditivamente ahorcado, como ocurre con frecuencia en el Afganistán de los talibanes y el Irán de Ahmadineyad.

Y no es que los testigos mientan. Si el verdadero culpable no está en el grupo entre el que se le pide que identifique al delincuente, los estudios demuestran una tendencia a elegir a algún inocente que comparta rasgos distintivos con el culpable: la forma de los ojos, la sonrisa, la voz. La actitud de la policía también puede reforzar la idea de que se ha elegido al verdadero responsable, por ejemplo, si cuando el testigo señala a una persona o una foto, uno de los policías comenta inocentemente algo como "Lo sabía", refuerza la idea de la víctima de que ha acertado.

Si nuestros sentidos fallan tan estrepitosamente en casos de inmensa gravedad, como al atestiguar un asesinato o ser testigo o víctima de una violación o intento de asesinato, no es razonable que confiemos demasiado en ellos en otros casos. Y mucho menos en la memoria que nos queda de lo que registraron.

Solemos confiar en nuestra memoria. Sin embargo, una serie de acontecimientos como el pánico por los rituales satánicos que se desarrolló en Estados Unidos llevaron a que se cuestionara la memoria, el "lo recuerdo perfectamente". Y resulta que nuestra memoria no es fiable. Gracias a estudios como los de Barbara Tversky y Elizabeth Marsh hoy sabemos que la memoria no es un registro continuo, sino que hay un sistema para almacenar recuerdos, distintas memorias, cada una con diversos subsistemas. Nuestra memoria es vaga, general (recuerda las partes importantes y rellena las demás improvisando), se ve alterada por las preguntas que se nos hacen para evocarla y puede cambiar al paso del tiempo.

Dra. Elizabeth Loftus
(Foto de BDEngler CC-BY-SA-3.0,
vía Wikimedia Commons)
La experta en memoria Elizabeth Loftus, una de las estudiosas que disipó el "pánico satánico", dice ya en un libro de 1980, cuando empezaba su: "La memoria es imperfecta. Esto se debe a que con frecuencia no vemos las cosas con precisión en primer lugar. Pero incluso si adquirimos una imagen razonablemente exacta de una experiencia, no permanece necesariamente de modo perfecto en la memoria. Hay otra fuerza en acción. Los vestigios de la memoria pueden distorsionarse. Con el paso del tiempo, con una motivación correcta, con la introducción de hechos especiales capaces interferir, los vestigios de la memoria a veces parecen cambiar o transformarse. Estas distorsiones pueden ser muy atemorizantes, porque pueden hacernos tener memorias de cosas que nunca ocurrieron. La memoria es maleable de este modo incluso entre los más inteligentes de nosotros".

Así que tenemos dos problemas: nuestros sentidos nos engañan, y la memoria con la que registramos lo que nos transmiten esos sentidos tampoco es del todo fiable y puede ser influenciada de manera determinante por nuestras creencias, nuestro entorno, lo que nos dicen, lo que pasó antes, lo que pasó después, en fin... El testimonio que da alguien sobre un acontecimiento es, en realidad, únicamente lo que esa persona cree que ocurrió. Para poder saber lo que realmente ocurrió se necesitan pruebas. Pruebas reales.

Parte de esto ya lo recorrimos en esta otra entrada sobre memorias y percepciones que le invitamos a visitar. El sencillo resumen es que nuestra memoria tampoco es un instrumento que registre la realidad de modo muy fiable.

Más evidencia anecdótica

El "yo lo vi, yo lo viví" y sus parientes cercanos, el "no lo vi, no existe" y el "me lo contaron buenas fuentes" son parte de la falacia de "evidencia anecdótica", como lo es el argumento de "a mí me funciona".

Rechazar el testimonio de nuestros sentidos o el de otra persona puede parecer agresivo o una falta de respeto, sobre todo cuando cuestionamos a alguien que hace contundentemente una afirmación especialmente difícil de tragar, como que habla con fantasmas, viaja en platillos volantes, ha estado tomándose unas cervezas con el yeti o algo similar, y esta persona nos mira acusadoramente, pone ojos de gato de Shreck y nos acusa de llamarle mentiroso.

Vamos, en muchos casos, y lo sabemos, sí, están mintiendo. Como bellacos. Sin vergüenza alguna. Son los caraduras que viven del cuento y les daría igual decir que viajaron en una nave de la Pléyades que asegurarnos que nos hemos sacado la lotería en Madagascar, como lo hacen otros timadores por correo electrónico. Son muchos en ese marginal espacio que es el "mundo del misterio" y más en la vida cotidiana.

Pero en muchos otros casos, las personas han sido honradamente engañadas por sus sentidos, su memoria o sus propias tendencias, además de su experiencia previa y conocimientos. Por eso es mucho más frecuente que vean ovnis los creyentes en las visitas de los extraterrestrres que además desconocen el cielo que se despliega sobre sus cabezas y raras veces miran hacia arriba que quienes tienen menos tendencia a creer en esa posibilidad o los astrónomos, que pese a mirar al cielo cotidianamente, no encuentran las naves maravillosas de los creyentes.

En todo caso, dudar de las afirmaciones de alguien no es "llamarlo mentiroso", sino simplemente decir "existe una posibilidad de que te equivoques", lo cual tampoco es como para montar un circo de tres pistas con elefantes sintiéndose ofendido, que todos nos equivocamos.

Si la evidencia anecdótica es inútil como evidencia si no la sustentan pruebas sólidas, contrastables e independientes del observador, el "me lo contaron" es aún peor. Toda historia que pasa de boca en boca cambia hasta volverse inidentificable, e incluso hasta ser lo opuesto de lo que era en su origen. Lo sabemos todos cuando jugamos a "teléfono descompuesto". La gente adorna las historias que le parecen reales, a veces sin darse cuenta, rellenando los huecos de la historia que le contaron.

Así se han creado no sólo leyendas e historias diversas en la historia de la humanidad, sino también horrores sin fin las historias de brujas que acabaron quemando a inocentes por montones son sólo un ejemplo, y no son asunto del pasado. Hoy, en nuestro mundo, en la India, África o Haití, hay gente asesinada, torturada y linchada porque alguien dice que son brujos. Sin pedir ni dar pruebas en favor o en contrario, sólo dicen "yo lo vi" y el acusado queda absoluta y totalmente indefenso.

Pero, ¿qué es verdad y qué no?

En la realidad, nos vemos asaltados día tras día por multitud de afirmaciones atemorizantes, interesantes, preocupantes y, sin duda alguna, contradictorias.

Hay gente dispuesta a decirnos, a afirmar contundentemente con base solamente en evidencia anecdótica que prácticamente cualquier cosa cura el cáncer (siempre que no sea la medicina basada en evidencias), que los extraterrestres nos visitan con frecuencia (o incluso que viven entre nosotros, nos dominan), que los alimentos "naturales" son mejores que los que no consideran naturales, que hay "toxinas" que se acumulan en nuestro cuerpo y tenemos que limpiarlas, que los muertos se comunican con nosotros, que la homeopatía puede curar la lepra y la sífilis, que hay máquinas de movimiento perpetuo que nos pueden dar energía gratis ilimitada, que hay visto hadas, que los santones indostanos pueden levitar y vivir sin comer, que los teléfonos móviles afectan la salud, que si ponemos los muebles de cierto modo tendremos suerte en el trabajo y en el amor, que los abdujeron los alienígenas, que si soñamos que nos persigue un tigre vamos a ganar la lotería, que algunas señoras con el pelo teñido color zanahoria se pueden comunicar telepáticamente con nuestro hámster, etcétera.

Por más que lo intentemos (y conozco a algunos que realmente se esfuerzan), no podemos creerlo todo. Necesitamos un sistema, un procedimiento para poder saber cuando algo es cierto o no. La historia de la humanidad ha sido en gran medida la búsqueda de ese sistema, de ese toque mágico para diferenciar la verdad de la falsedad. Ese sistema es la aproximación científica, y lo usamos en muchos aspectos de nuestra vida, seamos o no científicos, hagamos o no hagamos ciencia. Para estar seguros de algo, las observaciones se repiten una y otra vez, los fenómenos se miden usando aparatos que sabemos que no son engañados como nuestros sentidos, se hacen hipótesis utilizando la razón y se ponen a prueba.

Así como hay una forma correcta de sentarse, de tocar el violín o de resolver ecuaciones de segundo grado, hay formas correctas de pensar que conviene que ejercitemos, aunque simplemente sea para que nos cuenten historias emocionantes. Conocer las falacias del razonamiento en sus distintas formas es una vacuna excelente para saber diferenciar las evidencias convincentes de aquellos argumentos que parecen evidencias, pero no lo son, y sólo nos conducen al autoengaño.

No es razonable aceptar el argumento de "yo lo ví, yo lo viví". Para creer algo debemos tener pruebas sólidas, claras, que podamos analizar independientemente, que podamos replicar, que se comenten y critiquen libremente y, claro, que sea posible refutar cuando no son válidas.

Y de paso aprendemos a ser humildes con nuestras propias percepciones y a no fiarnos demasiado de ellas, cuestionándolas y buscando el conocimiento antes que la creencia.